martes, 21 de febrero de 2017

Instintos



Lo primero que vi en sus ojos fue su inocencia, su mirada destellaba candidez. Aquella misma noche ya fantaseaba con él, comenzaba con el destello de una mirada, hasta terminar vislumbrando una imagen de nuestros cuerpos siendo uno sólo, enloquecía de pensarlo.
Lo veía tan real y tan factible en mis sueños cada noche, como si nos hubiéramos encontrado desde siempre, como si nos hubiéramos sentido muchas otras veces, como si nos conocíamos de vidas anteriores y disfrutábamos de la locura y gracia de nuestros cuerpos.   Pero no era así,  cuando me acercaba a él, cuando veía sus ojos y volvía a toparme con aquella mirada, me volvía incapaz, incapaz de besarle, incapaz de tocarle, cómo iba yo a enseñarle a ese muchacho inocente los placeres más grandes de la vida.  No quería ser yo quién lo llevase a esa otra dimensión en la que dejamos de ser lo que somos, para ser nosotros, nada más que eso. 
Lo deseaba tanto que algunas veces pensé en romper sus ropas, quería ver su cuerpo y mostrarle el mío, enseñarle lo que juntos podían hacer.  Un día al universo se le ocurrió hacernos un regalo, nos reunió a la orilla del mar bajo un cielo estrellado y delicioso clima tropical, estábamos recostados, disfrutando el aroma de nuestros cuerpos, enloqueciendo juntos. Lo percibía tímido,  pero sus manos parecían más descaradas, se atrevió un día a meter su mano debajo de mis ropas, sentía sus dedos temblar, me exploraba y sentía su embelesamiento al encontrar cada nuevo rincón de mí, no sabía qué hacer ahí, pero mi cuerpo se lo iba indicando, era un nuevo mundo para él, yo me sentía como un fruto exótico recién encontrado con el que ansiaba locamente deleitarse, sentía sus ganas por devorarme, pero a la vez, notaba que deseaba comer lentamente cada parte de mi cuerpo.  Fue una noche larga, no estoy segura de haber dormido mucho, sólo recuerdo que cada que despertaba su mano seguía ahí, tocando, conociendo, como si fuera un nuevo cosmos en el que podía perderse y difícilmente volvería a encontrarse. Esa fue su primera pequeña conversación con mi cuerpo.


Después de eso, nuestras almas cumplían sus deseos, decidían por sí mismas, mi cerebro se volvió torpe. Mi instinto de mujer despertó estrepitosamente para sacar de él su loco instinto de hombre.  Yo sentía sus ansias, pero también percibía su inhibición, “¡tócame!” quería gritarle. Ni siquiera hubo que pronunciar palabras, nuestros cuerpos se sometieron mutuamente, se guiaron sin miedos, su ropa la quité con tranquilidad a pesar de que estaba desesperada, él ya no parecía nervioso, su reflejo lo guiaba hasta lo más hondo de mi cuerpo. Cuando sentí por primera vez que estaba llegando al fin dentro de mí, vi su mirada con un gesto que nunca antes había visto, sus ojos se quedaron abiertos, la inocencia que había existido en su mirada hasta aquel momento, se extinguía en ese preciso instante, me la robaba yo, así, sínicamente. Le mostraba todo lo que era, todo lo que venía, con mis gritos de placer lo transporté a ese nuevo mundo donde nosotros reinaríamos. Dejaron de existir dos cuerpos, al mezclarnos, nos fusionamos en uno hasta reventar en placer. Se tumbó en mi pecho, no sé qué pasaba por su cabeza, sólo sé que su corazón exclamaba una gran alegría. Yo, no podré olvidar aquella mirada, con un poco de culpabilidad pienso en lo que dejaba de ser aquel jovencito al que le desperté su instinto de hombre.