Siempre lo digo, para mí viajar es lo más transformador que
existe, esa es la razón por la cual escribí un libro de crónica de viajes. Un
texto que describe con situaciones, experiencias y otros detalles ese proceso
de cambio en mi ser del que hablo.
Entre las cosas que más me fastidian, hay siempre un común
denominador en todos los países, la desigualdad económica extrema. Cada que la
percibo, se encaja en mí con más violencia, con más molestia, siempre me
representa un golpe emocional duro. Lo recuerdo en Brasil, con sus favelas por
un lado y sus barrios millonarios en el otro. En Estados Unidos, con los
indigentes que me encontraba en las calles recogiendo las sobras de los ricos.
Pero esta vez estando en Bombay, la ciudad más poblada de la
India. Salgo del aeropuerto para subir a un taxi que una vez más me irá
llevando a recorrer los caminos de la desigualdad, primero observando sus
lujosos edificios para terminar llegando a los arrabales de la ciudad donde la
gente vive en la enfermedad, donde las ratas comparten hogar con los
ciudadanos, donde el drenaje no corre por tuberías hasta el mar, sino que se queda
corriendo por el barrio para perfumar el ambiente.
Huele a miedo, a zozobra, la gente camina impaciente, los
pitos de los carros retumban sin parar. Los puestos de comida “barata” para mí
como turista, es aún impagable para un nacional. Sobre todo observo a la gente, con sus miradas
llenas de apuro, como si tuvieran que llegar a un lugar pero están seguros de
que no alcanzarán, todos emergidos en su lucha constante por pagar una vida que
parece cada vez más costosa, una vida que implica siempre más trabajo y menos felicidad.
Pero luego me encuentro con los niños, esos de inmutable
alegría, los que no se quejan, los que siempre sonríen. Sus mentes no juzgan
como la mía, lo que es bueno, lo que es malo, su felicidad viene desde muy
adentro y difícilmente algo de afuera puede cambiarlo. Después de todo, ellos
qué saben de lo que ni han conocido, de lo que sería vivir en una casa con un
corral gigante donde puedes revolcarte en el pasto, la sucia calle con un poco
de imaginación se convierte en un mágico cuarto de juegos.
Pero luego observo a
mi hija, sus reacciones que dicen tanto.
Un año y cinco meses y pienso que ha visto demasiado, hace unos meses
salió de la tranquilidad de su pueblito natal para llegar a conocer el país “rico”
EUA, pero ahora recorre la pobreza de estos otros países. Me sorprende cómo
parece analizar, cómo apunta con su dedito y me expresa palabras que yo aun no
comprendo. Esta mañana la sorprendí observando a una viejecita pidiendo limosna
afuera de una mezquita, cuando le pregunté qué veía, me miró con sus grandes y
profundos ojos negros y recostó su cabecita sobre mi regazo, desearía saber qué
pasa por su cabecita.
Después de todos estos pensamientos, me quedo mejor con la
imagen de esta mañana; un grupo de niños con una gran bocina bailando y
cantando, sonrientes, felices. Ellos no ven la basura alrededor, ni perciben el
olor del drenaje, ellos mueven sus cuerpos al ritmo de la música y sueñan. En
sus caritas veo la felicidad que le falta al más rico del mundo. Ojalá nunca
creciéramos, ojalá nuestras mentes quedaran puras para siempre, libres de
juicios, libres de miedos, libres de resentimientos. Vamos todos a recuperar
nuestra verdadera identidad, nuestra verdadera esencia, insisto, meditación es
la clave.
Saludos desde Shankar Prasad Foundation, en Gokarna, somos
afortunados de haber llegado a este pequeño paraíso a hacer prácticas
espirituales, acabo de tomar la primer clase de Yoga Nidra, no sé si me quedé
dormida o si me perdí en un tren de pensamientos, pero qué importa, vamos poco
a poco a entrenar a nuestras mentes. Como dice la maestra, “el yoga no es para
huir de la vida, sino para correr dentro de la vida con completa conciencia,
total convicción y confianza siendo lo que realmente somos.”